Todos sabemos que se vienen tiempos duros. Los conflictos en el seno de la sociedad Argentina se empezaron a ver ya desde el año pasado, cuando el campo se cansó de que le metan la mano en el bolsillo, y salió a defender sus derechos. Durante este incipiente 2009 las problemáticas continuaron: esta vez de la mano de referentes del espectáculo, en la metrópolis se gestó un repudio masivo al fantasma de la inseguridad, que nos acecha en cada esquina.
Por eso me parece importante este texto que vengo a compartir con uds. Creo que si de algo sirve la historia, es para poder crear un hilo conductor que logre unir problemas de ayer y hoy, y de esta manera analizar agúdamente los proyectos que antaño se propusieron y que en muchos casos, como estoy convencido es éste, puedan ayudarnos a pensar posibles soluciones.
UNA MODESTA PROPOSICIÓN PARA EVITAR QUE LOS HIJOS DE LOS POBRES DE IRLANDA SEAN UNA CARGA PARA SUS PADRES O SU PAIS, Y PARA HACERLOS UTILES AL PUBLICO.
Por Jonathan Swift (1665-1745)
Es cosa triste para quienes pasean por esta gran ciudad (Dublín) o viajan por el campo, ver las calles, los caminos y las puertas de las cabañas atestados de pordioseros, seguidas de tres, cuatro o seis niños, todos en harapos e importunando a cada viajero por una limosna. Esas madres, en vez de hallanarse en condiciones de trabajar por su honesto sustento, se ven obligadas a perder su tiempo mendigando para sus hijos desvalidos que, apenas crecen, se hacen ladrones por falta de trabajo, o abandonan su querido país natal para luchar por el Presidente en España o se venden a los Bárbaros.
Creo que todos los partidos están de acuerdo en que este número prodigioso de niños en los brazos, sobre las espaldas, o a los talones de su madre, y, frecuentemente, de sus padres, significa, en el deplorable estado actual del reino, un perjuicio adicional muy grande; por lo tanto, quienquiera que encontrase un método razonable, económico y fácil para hacer de ellos miembros cabales y útiles de la comunidad, merecería tanto agradecimiento del público como para que se le erigiera una estatua como protector de la nación.
Pero mi intención está muy lejos de limitarse a proveer solamente por los hijos de los mendigos declarados: es de alcance mucho mayor y tiene en cuenta el número total de niños de cierta edad nacidos de padres que de hecho son tan poco capaces de mantenerlos como los que solicitan nuestra caridad en las calles.
Por mi parte, habiendo volcado mis pensamientos durante muchos años sobre este importante asunto, y sopesando maduradamente los diversos planes de otros hacedores de proyectos, siempre los he encontrado groseramente equivocados en su cálculo. Es cierto que un niño recién nacido puede ser mantenido durante un año solar por la leche materna y poco alimento más, a lo sumo por un valor no mayor a los dos chelines o su equivalente en mendrugos, que la madre puede conseguir en su legítima ocupación de mendigar. Y es exactamente al año de edad cuando yo propongo que nos ocupemos de ellos de manera tal que en lugar de constituir una carga para sus padres o la parroquia, o de carecer de comida y vestido por el resto de sus vidas, contribuyan por el contrario, a la alimentación, y en parte a la vestimenta, de muchos miles.
Existe, además, otra gran ventaja en mi plan: evitará esos abortos voluntarios y esas prácticas horrendas, ¡cielos!, demasiado frecuentes entre nosotros, de las mujeres que asesinan a sus hijos bastardos, sacrificando a los pobres bebés inocentes (creo que más por evitar los gastos que la vergüenza), práctica que arrancaría las lágrimas y la piedad del pecho más salvaje e inhumano.
La población de Irlanda se estima usualmente en un millón y medio de almas, y calculo que, en conjunto, habrá aproximadamente doscientas mil parejas cuyas mujeres son fecundas. De ese número resto treinta mil parejas capaces de mantener a sus hijos (aunque temo que no pueda haber tantas bajo las actuales angustias del reino); pero dando esta cifra por buena, quedarán ciento setenta mil mujeres fecundas. Resto nuevamente cincuenta mil por las mujeres que abortan, o cuyos hijos mueren por accidente o enfermedades antes de cumplir el año. Quedan sólo ciento veinte mil hijos de padres pobres que nacen anualmente. La cuestión es, entonces, ¿cómo se educará y sostendrá a esta multitud de niños?. Lo que, como ya he dicho, en la situación actual de los asuntos es completamente imposible, mediante los metodos hasta ahora propuestos. Porque no podemos emplearlos ni en la artesanía ni en la agricultura: ni construimos casas (en el campo, me refiero) ni cultivamos la tierra. Y ellos raramente pueden ganarse la vida mediante el robo antes de los seis años, excepto cuando están precozmente dotados; aunque confieso que aprenden los rudimentos mucho antes. Sin embargo, durante esa epoca sólo pueden ser considerados como aficionados; así me lo ha asegurado un cavallero del condado de Cavan, según el cual no ha conocido uno o dos casos por debajo de la edad de seis años, ni siquiera en una parte del reino tan renombrada por su agilísima habilidad en ese arte.
Nuestros comerciantes me han asegurado que un muchacho o muchacha no es mercancía vendible antes de los doce años, y que aun cuando lleguen a esa edad no producirán más de tres libras o tres libras y media corona como máximo en la transacción, lo que nisiquiera puede compensar a los padres o al reino el gasto de alimento y harapos, que ha alcanzado por lo menos cuatro veces ese valor. Por consiguiente, propondré ahora humildemente mis propias reflexiones, que espero no se prestarán a la menor objeción.
Me ha asegurado un joven americano muy entendido que conozco en Londres, que un tierno niño saludable y bien criado constituye, al año de edad, el alimento más delicioso, nutritivo y sano, ya sea estofado, asado, al horno o hervido; y yo no dudo que servirá igualmente en un fricasé o en un guisado.
Por lo tanto, propongo humildemente a la consideración del público que de los ciento veinte mil niños ya anotados, veinte mil sean reservados para la reproducción; de ellos, sólo una cuarta parte serán machos, lo que ya es más de lo que permitimos a las ovejas, los vacunos y los cerdos. Mi razón es que esos niños raramnente son frutos del matrimonio, una circunstancia no muy venerada por nuestros rústicos: en concecuencia un macho será suficiente para servir a cuatro hembras. De manera que los cien mil restantes pueden, al año de edad, ser ofrecidos en venta a las personas de calidad y fortuna del reino, aconsejando siempre a las madres que los amamanten copiosamente durante el último mes, a fin de ponerlos regordetes y mantecosos para una buena mesa. Un niño hará dos fuentes en una comida para los amigos, y cuando la familia cene sola, el cuarto delantero o trasero constituirá un plato razonable. Y hervido y sazonado con un poco de pimienta y sal, resultará muy bueno hasta el cuarto día, especialmente en invierno.
He calculado que, por término medio, un recién nacido pesa veinte libras, y en un año solar, si es adecuadamente criado, alcanzará las veintiocho.
Concedo que este manjar resultará algo costoso, y será, por lo tanto, muy adecuado para terratenientes, que como ya han devorado a la mayoría de los padres, parecen acreditar los mejores títulos sobre los hijos.
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Una persona muy meritoria, verdadera amante de su patria, cuyas virtudes estimo muchísimo, se entretuvo últimamente en discurrir sobre este asunto buscándole refinamientos a mi proyecto. Se le ocurrió que , puesto que muchos caballeros de este reino han terminado por destruir sus ciervos, la demanda de carne de venado bien podría ser satisfecha por los cuerpos de jóvenes mozos y doncellas, no mayores de catorce años ni menores de doce, dado que son tantos los que están a punto de morir de hambre en todo el país por falta de trabajo y de ayuda. De esto disponrían sus padres, si estuvieran vivos, o de lo contrario, sus relaciones más cercanas. Pero con las debida consideración a tan excelente amigo y meritorio patriota, no puedo mostrarme de acuerdo con sus sentimientos; porque, en lo que concierne a los machos, mi conocido americano me aseguró, en base a su frecuente experiencia, que su carne es generalmente correosa y magra, como la de nuestros escolares por el continuo ejercicio; que su sabor es desagradable, y que cebarlos no justificaría el gasto. En cuanto a las mujeres, creo humildemente que constituiría una pérdida para el público, porque muy pronto serían parideras. Además, no es improbable que alguna gente escrupulosa fuera capaz de censurar semejante práctica (aunque muy injustamente, por cierto) como un poco lindante con la crueldad; confieso que ésa ha sido siempre para mí la objeción más firme contra cualquier proyecto, por bien intencionado que estuviera.
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Me parece que las ventajas de la proposición que he enunciado son obvias y muchas, así como la de mayor importancia.
En primer lugar, como ya he observado, disminuiría grandemente el número de papistas que nos infestan anualmente, que son los principales engendradores de la nación y nuestros enemigos más peligrosos, y que se quedan en el pais con el propósito de rendir el reino al Pretendiente, esperando sacar ventaja de la ausencia de tantos buenos protestantes que han preferido abandonar el país antes de quedarse en él pagando diezmos, contra su conciencia, a un cura episcopal.
Segundo: Los arrendatarios pobres poseerán algo de valor que la ley podrá hacer embargable, y que los ayudará a pagar su renta al terrateniente, habiendo sido confiscados ya sus ganados y cereales, y siendo el dinero algo desconocido para ellos.
Tercero: puesto que la manutención de cien mil niños de dos años para arriba no se puede calcular en menos de diez chelines anuales por cabeza, el tersoro nacional se verá incrementado en cincuenta mil libras al año, sin contar la utilidad producida por el nuevo plato introducido en las mesas de todos los caballeros de fortuna del reino que tengan algún refinamiento en el gusto. Y como la mercadería será producida y manufacturada por nosotros, el dinerno no saldrá del país.
Cuarto: las reproductoras perseverantes, además de ganar ocho chelines anuales por la venta de sus niños, se quitarán de encima la obligación de mantenerlos después del primer año.
Quinto: este manjar atraerá una gran clientela a las tabernas, donde los venteros serán seguramente tan precavidos como para procurarse las mejores recetas para prepararlos a la perfección y, concecuentemente, ver sus casa frecuentadas por todos los distinguidos caballeros que se precian con justicia de su conocimiento del buen comer; y un cocinero diestro, que sepa cómo agradar a sus huéspedes, se la ingeniará para hacerlo tan contoso como a ellos les plazca.
Sexto: esto constituirá un gran estímulo para el matrimonio, que todas las naciones sabias han alentado mediante recompensas o han impuesto mediante leyes y penalidades. Aumentaría el cuidado y la ternura de las madres hacia sus hijos, seguras entonces de que los pobres chicos tendrían una colocación segura de por vida, provista de algún modo por el público, y que les daría ganacias en vez de gastos. Pronto veríamos una honesta emulación entre las mujeres casadas para mostrar cuál de ellas lleva al mercado el niño más gordo. Los hombres atenderían a sus esposas durante el embarazo tanto como atienden ahora a sus yeguas, sus vacas o sus marranas cuando están por parir, y no las amenazarían con golpearlas o patearlas (como tan frecuentemente hacen) por temor a un aborto.
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