Ella había entrado en mi mundo, en la umbría y negra Manololandia, con violenta curiosidad; la inspeccionaba con una mueca de divertido disgusto y ahora me parecía que estaba dispuesta a marcharse con un sentimiento muy parecido a la franca repulsión. Nunca vibraba bajo mi caricia y un estridente "¡qué crees que estás haciendo!" era cuanto obtenían mis esfuerzos. Al país maravilloso que yo le ofrecía, prefería la película más estúpida, el relato más empalagoso. No hay nada más atrozmente cruel que una niña adorada. ¿He dicho el nombre de ese bar lácteo que visité una vez? Pues se llamaba nada menos que La reina frígida. Sonriendo con cierta tristeza, apodé a Lo Mi princesa frígida. Ella no comprendió esa melancólica broma.
No frunzas el ceño, lector; no quiero dar la impresión de que no hice lo posible por ser feliz. El lector debe comprender que dueño y esclavo de una nínfula*, el viajero encantado está, por así decirlo, más allá de la felicidad. Pues no hay en la tierra otra felicidad comparable a la de amar a una nínfula. Es una relación hors concours, pertenece a otro plano de sensibilidad. Apesar de las halaracas y muecas que hacía, y apesar de su vulgaridad, y del peligro, y de la horrible tragicidad de todo ello, yo me empecinaba en mi paraíso escogido: un paraíso cuyos cielos tenían el color de la llamas infernales, pero un paraíso con todo...
*ninfa pequeña, así llamaba el protagonista a Lolita, su amor amor.
Lolita, de Vladimir Nabokov
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